Brígida García Ríos
La nación de Campalor estaba gobernada por un rey estricto y a menudo justo. Los nobles de esa época poseían largas hectáreas de cultivo, que daba trabajo a numerosos campesinos, y todas las familias humildes habían sido dotadas de un trozo de tierra para que construyeran sus casas y sembraran sus parcelas. Los impuestos que debían retribuir a la casa real eran unas pocas monedas destinadas principalmente a la defensa del país y a mejorar la accesibilidad entre las aldeas. En general, los ciudadanos se sentían satisfechos con su modo de vida.
La familia Wildman solía repartirse el trabajo del hogar entre los cuatro integrantes. Broquel era el menor de los dos hijos varones y, aunque el día que ocurrieron los hechos, él cumplía 14 años, realizó sus tareas diarias como cualquier otra mañana; le dio de comer a los animales, recogió los huevos de las aves y le quitó la hierba a la huerta. Sobre las una del medio día, un fuerte viento comenzó a aparecer, dificultando la tarea de la señora Wildman.
–Broquel, ¿puedes ayudarme a tender la ropa?
–¿Y por qué no se lo pedís a Colin, madre? –se reveló Broquel mientras se lavaba las manos en la pileta–. ¡Él lleva días sentado en la leñera, sin hacer nada, solo juega con un trozo de madera!
–Tu hermano Colin no está aquí en este momento, así que deja de quejarte y ven rápido a ayudarme! –dijo Alejandra, mientras se le escapaba de las manos una sábana blanca.
–¡Voy madre! –se apresuró Broquel.
La hora del almuerzo fue más especial que de costumbre. Alejandra había preparado en el horno de piedra la carne del jabalí que su esposo cazó durante la mañana y por primera vez dejaron que Broquel brindara con vino en su jarra. Su hermano Colin, un año mayor, se burlaba de él.
–No te creas un hombre por el simple hecho de beber vino. ¡Seguro que con un solo sorbo acabarás borracho!
Después del festín, Broquel y Colin salieron al exterior y, tras pelear un rato para dejar patente quien era el más fuerte, decidieron jugar al escondite. Aunque Colin sólo tenía un año más que Broquel, siempre demostraba ser claramente el líder en cualquier juego o reto.
–¡No importa dónde te escondas! ¡Como siempre, te encontraré rápido! –le vaciló Colin.
Colin comenzó a contar hasta cien con los ojos tapados por un trozo de sábana vieja y con la voz tan alta como pudo para no oír los pasos de Broquel, que ya corría en dirección del bosque. El joven pronto se agazapó detrás de un árbol robusto, y desde allí pudo ver perfectamente cómo su hermano mayor se desprendía del vendaje y lo buscaba detrás del granero, resistiendo su cuerpo contra los azotes del viento. Broquel se reía, pensando que esa vez él había sido más astuto ocultándose lejos de los lugares habituales.
Mientras, a un par de kilómetros del hogar de la familia Wildman, cabalgaban cientos de hombres vestidos de metal negro, con espadas afiladas y yelmos de acero.
Broquel llevaba varios minutos bajo el árbol, observando cada movimiento de su hermano.
–¡Sal ya de tu escondite! ¡Me aburro! –gritó Colin, mirando a su alrededor.
El pequeño de los Wildman seguía en silencio.
–¡Está bien, tú ganas! –se rindió Colin–. ¡Y ven rápido, tengo un regalo para ti por tu cumpleaños!
Broquel se sintió muy satisfecho de su primera victoria y Colin lo esperaba sentado en la leñera, mientras dibujaba algo en la tierra con una rama seca. Estaba impaciente por entregarle el regalo de cumpleaños que llevaba días preparando para él. Broquel se levantó del suelo, se quitó los pinchos adheridos a sus calzas y se dispuso a salir de entre los árboles, pero no le dio tiempo. Se quedó completamente paralizado al ver la cabeza de su hermano rodar por el suelo, literalmente separada de su cuerpo. De repente, su hogar había sido rodeado de hombres extraños dotados de caballos, espadas y antorchas. Escasos minutos después, sus padres huían gritando del interior de la vivienda con sus cuerpos ardiendo en llamas.
En el palacio de Campalor se encontraba el gobernador, que, aunque siempre había sospechado de la codicia enemiga, estaba tranquilo al no advertir ningún ataque inminente. En cambio, esa tarde, el gran ejército adversario embistió contra su nación sin aviso, sin compasión, sin tregua ni negociación.
–¡Majestad, los zurgalíes nos están invadiendo! –le comunicó un mensajero, fatigado.
–¿Estáis seguro? –preguntó el rey, incrédulo.
–Sí, mi señor. Están divididos por todas partes. Queman las aldeas.
–¡Comunicadlo a toda nuestra tropa y que se reúnan conmigo lo antes posible! ¡Rápido! –le ordenó.
Los jinetes negros habían desaparecido de las tierras de la familia Wildman y el fuerte viento también. Las nubes cubrían ya todo el cielo. Broquel comenzó a caminar muy lentamente hacia su hogar. Todo su cuerpo temblaba de espanto a cada paso que se aproximaba. Los sucesivos relámpagos comenzaron a iluminar el oscuro atardecer y la tierra donde permanecían sus padres completamente calcinados. En sus ojos se reflejaban el miedo y la desolación. Avanzó despacio hacia la leñera y observó con horror el cuerpo de su hermano que yacía inerte en el suelo. A su lado, en la arena, vio dibujada la silueta de dos personas cogidas de la mano con una inscripción que que decía: “Hermanos eternamente”. Todo su ser se estremeció al leer aquellas palabras y cerró los ojos al mismo tiempo que un ensordecedor trueno se escuchó, no tan fuerte como el gemido de dolor que salió de lo más profundo de su corazón. La lluvia comenzó a caer. Las rodillas de Broquel también cayeron desplomadas junto al cuerpo del ser que más amaba en este mundo; su hermano Colin, su fiel compañero de juego y de confidencias, su mayor protector. Cogió su mano muerta, observando a cuatro metros de él su cabeza mojada. La inscripción empezó a desaparer bajo el agua. De su linaje solo quedaba el dolor inmenso de la brutal violencia, y de su hogar solo quedaban cenizas. Esa tarde de tormenta, la inocencia del pequeño Wildman también se quemó para siempre.
El rey organizó rápido a su ejército y lo bendijo antes de partir todos hacia la guerra. Los jinetes negros avanzaban por todas partes. Las aldeas ardían. Muchos habitantes de Campalor ya estaban sufriendo la inesperada y cruel invasión de los zurgalíes.
Cayó la noche, las nubes desaparecieron y la luna llena iluminaba claramente la tragedia. Broquel jamás olvidaría su 14 cumpleaños. Seguía agarrado a la mano de su hermano, mientras sus ojos incrédulos miraban hacia el infinito. No se movía, apenas parpadeaba. Él se recriminaba a sí mismo no haber sido capaz de proteger a su familia y la culpa se introdujo en sus entrañas. Esa gran culpa no le dejó llorar y el inmenso odio que sentía hacia el enemigo tampoco le permitió ser débil. Al contrario, le quitó el miedo y le dio fuerza.
–Juro por tu alma, hermano, que no descansaré hasta hacerte justicia. –le prometió Broquel y soltó su mano fría.
Pasó el tiempo y los zurgalíes continuaban con su objetivo. Broquel Wildman todavía era un niño, pero sobrevivía a la invasión defendiéndose como un hombre, y antes de cumplir los 16 años ya formó parte del ejército. El rey lo aceptó en su equipo de defensa por la necesidad de combatientes y, sobre todo, por su admirable valentía. Ya integrado en la tropa, Broquel siguió luchando implacable, sin el menor miedo al sufrimiento ni a la propia muerte.
Los hombres de armadura negra continuaban quemando villas, aldeas y pueblos enteros. Y el ejército de Campalor, también dividido, seguía combatiendo. Broquel ya tenía 18 años y aún seguía vivo.
–Sssshh… Quedaos en silencio. –Broquel tapó la boca a una joven.
La joven Angélica lo miró, con ojos presos del pánico, sin moverse. Su familia había sido asesinada.
–Cuando yo os diga, corred entre los arbustos hacia esa dirección y no os detengáis hasta encontrar el primer puente de madera. Escondeos debajo y esperadme. Os llevaré a un lugar seguro. –quitó luego, despacio, la mano de su boca.
Ese día, Broquel Wildman, con su armadura de metal plateado, se encontraba con sus compañeros de combate defendiendo la aldea donde había vivido Angélica, hasta ese momento.
–Ahora, salid del establo. ¡Corred! –ordenó Broquel a la joven.
Angélica salió apresurada, se pisó su largo vestido y cayó al suelo. Miró a su alrededor aterrada.
–¡Levantaos! –dijo Broquel– ¡Corred!
Ella se levantó, agarró su vestido con las dos manos, lo subió a la altura de sus muslos y corrió entre los arbustos sin detenerse. Broquel se unió a sus compañeros de defensa, justo después de haber observado detenidamente a la joven más atemorizada y hermosa que había visto en toda su vida. Tres horas después él partió con su caballo hacia el puente de madera y allí estaba ella, asustada y dolorosamente bella.
–Venid conmigo. Os llevaré al refugio. –le ofreció Broquel su mano.
Angélica seguía inmóvil y callada.
–¿Sois muda? –le preguntó preocupado– ¿No queréis venir conmigo?
Ella continuaba sin poder reaccionar, debajo del puente.
–Debo reunirme inmediatamente con mi tropa. Si no deseáis venir conmigo, debéis tener mucho cuidado. Es posible que los zurgalíes vuelvan por esta zona. –Broquel trepó la pendiente de tierra y subió a su caballo.
–¡Esperad, por favor! –corrió Angélica hasta él.
El caballero Wildman la cogió rápido de la mano y, con el impulso de ambos, Angélica subió a su caballo blanco. Juntos trotaron por rutas estratégicas que ocultaban los bosques. Durante el camino, Broquel sentía en su cuerpo, incluso a través de su armadura, el calor de Angélica, que se agarraba con fuerza a su cintura. Era la sensación más extraña y mágica que había vivido nunca.
–¿Qué edad tenéis? –le preguntó él.
–No os oigo, señor. –dijo ella, muy cerca de su oído.
Broquel sintió un agradable escalofrío al sentir el aliento de Angélica en su cuello.
–¿Cuántos años tenéis? –repitió él, alzando la voz.
–El mes que viene cumpliré 16 años, si no si muero antes.
–¡Cumpliréis muchos más, os lo prometo! –aseguró él y golpeó al caballo para trotar aún más rápido.
Después de dos horas llegaron al refugio, dentro de palacio, que había sido improvisado como hospital y lugar de acogida.
Todo Campalor unido peleó durante siete largos años desde que comenzó la invasión. La dificultad se halló en la invasión inesperada y en la división estratégica del destacamento contrario. No obstante, el monarca y su ejército finalmente lograron vencer a sus contrincantes con maniobras eficaces de combate, armamento, valentía, muertos, heridos, derrotas y sobre todo victorias. En la última batalla, después de la rendición del rey enemigo, Broquel Wildman observó con espanto cómo el rey de Campalor clavaba su espada real en el pecho de un muchacho, que él mismo había dejado escapar unos segundos antes. Inmediatamente después, el soberano se dirigió hacia el cabellero Wildman con súbita decepción.
–¿Habéis perdido la cabeza? ¿Por qué dejasteis que ese malnacido zurgalíe escapara? ¡Él es el enemigo! –señaló el rey con el dedo al chico muerto– ¡Traicionar a su patria solo lo hace un cobarde como vos! –le juzgó indignado a dos centímetros de su cara.
Broquel se sentía desquiciado e instintivamente, sin poder evitarlo, sacó su espada y la puso en el cuello del monarca.
–Jamás volváis a llamarme cobarde. –le dijo, retirando después el arma.
El rey no supo reaccionar ante la sorprendente amenaza del que había sido su caballero más leal.
Algunos combatientes de Campalor y zurgalíes gritaban eufóricos el fin de la guerra. Muchos yacían muertos. Otros tantos heridos. Unos pocos se disponían a ayudar. Y Broquel regresó de inmediato al refugio, con su cuerpo lesionado de espadas y con una temperatura elevada en su cuerpo. Ordenó que nadie le molestara y se encerró tras una puerta robusta. Angélica había ejercido varios años de enfermera con las instrucciones de algunos médicos, y había sido madre recientemente. Ella fue avisada del fin de la guerra y de la presencia de Broquel en el hospital.
–Mi vida, ¿Estáis ahí? Abrid la puerta. Me han dicho que estáis herido. ¡Abridme, por favor! –insistía Angélica.
–Él se mantenía en silencio. La puerta seguía cerrada.
–¿No deseáis conocer a vuestro hijo? Mi vida, por favor. Decidme al menos que estáis bien.
Broquel abrió la robusta puerta de madera.
–Como volváis a molestarme os juro que os mato. –la amenazó posando el filo de su espada en su rostro.
Angélica templó tras la inesperada reacción de él. Era la primera vez que Broquel actuaba contra las dos personas que más amaba; contra su rey y contra su futura esposa. No pudo perdonarse y en ese mismo instante partió de noche desesperado hacia lugares lejanos, en la sola compañía de su caballo y de su armadura manchada de sangre enemiga y de la suya propia. Aunque el soberano ordenó su detención, nadie lo encontró. Angélica se quedó desolada.
Transcurrieron los días y el jinete continuaba cabalgando sin destino. La supuración no cerraba sus heridas, la fiebre permanecía en su piel, su barba seguía creciendo y su vestimenta de hierro amenazaba quedarse holgada por su pérdida de peso. En el camino, había gente que le daba el vino que sobrevivió a la contienda, pero él no podía beberlo porque solo veía sangre dentro de una jarra. Hubo quien le sirvió animal muerto y tampoco pudo comerlo, pues le parecía carne humana dentro de un cuenco. Otros se ofrecían para curar los cortes de su cuerpo, pero él solo pensaba en desaparecer aún más lejos. Solo una anciana, que también deseaba curar sus heridas,logró que él se quitara la armadura; esa que muchas veces le protegió de una muerte segura. La guerra le marcó más de lo que él nunca imaginó y apenas podía tragar el pan y el agua que lo mantenía vivo.
Después de meses vagando por tierras conocidas y desconocidas, finalmente se internó en una cueva y se tumbó en el suelo frío, mientras sonaban las últimas lluvias del invierno. Necesitaba descansar, pero su mente le torturaba, una y otra vez, con espantosas imágenes. Permaneció dos días allí dentro, con hambre en su estómago, sed en su garganta, frío en su cuerpo y culpa en su alma. Estaba seguro de que su vida había llegado a su fin y que moriría solo en ese lugar, siendo realmente un cobarde como afirmó el rey.
–Nunca pienses que has sido un cobarde, porque jamás has huido del combate ni de tus enemigos. Ahora, levántate. Es necesario que regreses a Campalor. –le dijo una voz femenina.
Broquel escuchó esas palabras al mismo tiempo que sintió en su cara el primer rayo de sol de la primavera. Aunque se encontraba extremadamente débil, se inclinó lentamente para poder ver a esa mujer. Pero, se sorprendió cuando observó que allí no había nadie.
–Debes levantarte y salir de esta cueva. Ahí fuera hay personas que te están buscando. –insistió la voz.
Esa voz le era familiar, pero seguía sin ver ni a una mísera rata allí dentro. Estaba convencido de que deliraba en sus últimos instantes de vida.
–¡Vamos, Broquel, tienes que levantarte! ¡Tienes que regresar a Campalor!
Esa mujer sabía su nombre. Quién era ella no importaba en ese momento. Una energía misteriosa hizo que él se pusiera en pie y salió de la cueva tambaleándose.
–¡Allí está! ¡Allí arriba! ¿Lo veis? –gritó un campesino.
El anciano, que días antes le ofreció cobijo, vio en la orilla del río el caballo blanco sin su jinete. El viejo se preocupó, intuyendo que el caballero Wildman no estaría demasiado lejos, y salió presto en su busca junto a sus dos hijos. Broquel se encontraba más muerto que vivo.
Después de cuatro semanas Broquel mejoró milagrosamente. Se alimentó de huevos y cereales, frutas y verduras, bebió agua; mucha agua, comió ciervo y durmió todas las noches, incluso muchos días, gracias a unos brebajes de hierbas que la esposa del anciano le hacía tomar varias veces cada día. Luego, Broquel agradeció de corazón el auxilio de ese buen hombre y los cuidados de su mujer, y partió hacia su tierra natal con su caballo blanco, que también se recuperó gracias a los dos hijos del anciano.
Cabalgó noches y días, semanas y meses, volvió a comer y a beber lo que los lugareños le ofrecían, y siguió cabalgando hasta toparse con el antiguo monasterio de Campalor. Era finales de verano y ese día Broquel cumplía 22 años. Bajó del caballo, dejó su cuerda atada a un árbol y entró al inmenso recibidor de aquel anticuario devastado por el enemigo. En el centro había un gran espejo de bronce deteriorado, que aún se mantenía en pie. Se acercó, se situó en frente de él y se quedó detenido mirando el reflejo de sus ojos; esos que habían visto todo tipo de atrocidades, incluidas las que él mismo cometió contra sus enemigos. Permaneció quieto largos segundos y acabó gritándole al espejo.
–¡Te convertiste en un monstruo! –se miró con desprecio– ¡El rey jamás perdonará tu ofensa y tu mujer no tenía culpa de nada, estúpido! –gritó con toda su rabia, moviéndose de un lado a otro de la sala, y volvió a dirigirse a su reflejo– ¡Acababas de ser padre y has abandonado a tu hijo, insensato!
–Debes perdonarte, mi amor. –volvió a hablarle la misma voz femenina.
Broquel se giró, inquieto. No veía a nadie, y, aunque podrían ser claros indicios de locura, él se atrevió a preguntar al aire.
–¿Qué queréis, y por qué me habláis? ¡Decidme quién sois, os lo ruego! –dijo desesperado.
–Soy de tu linaje, mi pequeño Broquel –respondió ella–. Mi nombre es Alejandra y tú siempre me llamabas Madre.
–¡Madre! –miró a su alrededor–. ¡No sabéis cuánto lamento no haber podido protegeros aquel día! ¡Perdonadme, por favor, perdonadme! –le suplicaba roto de dolor.
–Hijo mío, nunca te hemos culpado por ello y jamás lo haríamos. Nadie sospechó de aquella encrucijada enemiga y tú solo eras un niño. Era nuestro deber protegerte a ti y no al revés. Ha pasado mucho tiempo y deja ya de atormentarte.
Los ojos de Broquel temblaban humedecidos. Él deseaba ver a su madre, pero solo podía escucharla.
–Ya descansamos en un bonito lugar y, aunque te amo con todo mi corazón, debes saber que no tengo ninguna prisa de tenerte con nosotros. Ahora tienes un maravilloso hijo que proteger y una futura esposa que te está esperando. Debes irte ya, y por favor recuerda que, pase lo que pase en los próximos días, es importante que mantengas la calma y la aceptación total de tu destino, hasta el final. Recuerda hijo mío, hasta el final. –insistió ella–. ¡Ah! y dice tu hermano Colin que está muy orgulloso de ti. Hasta siempre, mi pequeño gran hombre –se despidió.
De repente, y sin poder evitarlo, Broquel cayó al suelo de rodillas, tapando su rostro con ambas manos. Por primera vez, después de mucho tiempo de horror, guerra y desesperación, por fin pudieron liberarse de su pecho aquellas lágrimas que no lograron salir ocho años atrás, presas de la culpa y el odio.
–¡Madre! –reaccionó, aun llorando– Dile a mi hermano Colin que lo amo con toda mi alma, y que me perdone, por favor.
La voz de su madre había desaparecido y Broquel se quedó muy triste y confuso. Volvió a mirarse al espejo. Respiró profundamente. Secó su rostro con el puño y salió del monasterio. Sus ojos verdes brillaban con la luz del sol, viéndose más bonitos aún. Cortó una rama del árbol, donde se encontraba atado su caballo blanco, y escribió en la arena: “Hermanos eternamente”. Se quedó unos segundos observando la inscripción, luego la borró, sacó un cuchillo de su bota vieja, esculpió la misma frase en el tronco del árbol y miró al cielo. Respiró profundo el aire de su tierra y montó en su caballo para entregarse a la autoridad, pero antes deseaba disculparse con Angélica y abrazar a su hijo, que ya tendría casi un año de edad. Dio unos suaves toques al costado del animal y justo en ese momento fue detenido por la guardia real.
–Señor Wildman –le notificó el portavoz–, nos han comunicado que os habían visto por la vaguada. Venimos en nombre de nuestro rey que reclama vuestra presencia. Debéis acompañarnos de inmediato por incumplimiento de la ley.
Broquel se presentó frente al monarca sin armadura y sin ninguna resistencia, inclinando la cabeza y mostrando reverencia.
El monarca le comunicó inmediatamente su castigo.
–Señor Wildman, seréis condenado a muerte por tres delitos cometidos: Atentar contra vuestro rey, traicionar a vuestra patria y huir de la ley. ¿Tenéis algo que decir en vuestra defensa? –le dio la oportunidad de hablar.
–Aunque me arrepiento, no puedo retroceder en el tiempo. Mi intención nunca fue dañaros mi señor. Jamás habría sido capaz de salir victorioso de ninguna batalla sin vuestro apoyo y sin vuestra maestría. Os admiro más que a nadie y acepto mi condena con agradecimiento a todos los que habéis luchado junto a mí. Señor. –volvió a hacer reverencia.
Lo que más deseaba en el mundo era conocer a su hijo y besar a Angélica, pero sabía que lo último que podía hacer era pedir algo bajo sentencia. Así pues, se quedó en silencio y los guardias se lo llevaron al calabozo.
Una semana después, minutos antes de ser decapitado, el rey hizo algo que no suele hacer ningún monarca; entró a la celda del arrestado.
–Quiero que me digáis qué os ocurrió el último día de la guerra. –ordenó el rey con actitud altiva.
El caballero respiró.
–Desde que mi hermano y mis padres... –no pudo terminar esa frase y siguió hablando–. Desde entonces, tuve muy claro que mi misión en la vida era defender a mi pueblo y proteger a las personas que amo. En la última batalla...
El rey lo interrumpió impaciente.
–¿Por qué no matasteis a aquel hombre en la última batalla, si era nuestro enemigo?
–Yo no vi a ningún hombre, señor, ni tampoco vi a un enemigo. Solo vi a un joven mensajero, desarmado, que me comunicaba feliz la rendición de su rey. Ese muchacho era solo un niño, no tendría más de quince años. –dijo con la mirada perdida en el recuerdo.
El rey sabía cuánto le afectó la pérdida de su familia y especialmente la de su hermano, que también fue asesinado con quince años. En ese momento, el rey no se sentía orgulloso de haberle quitado la vida a aquel joven adversario. Entendió que dejarlo marchar era más una muestra de respeto, que una prueba de traición. El rey sabía que en situaciones límite, hasta el mejor de los hombres podía cometer grandes errores, y ese día él cometió dos; matar a ese muchacho tras la rendición de su líder y acusar al caballero de cobardía.
–¿Y por qué huisteis de Campalor? –continuó el rey interrogándolo.
–Aquella tarde actué contra vos y actué contra la madre de mi hijo. Me convertí en un monstruo. Debía alejarme de vuestro lo más lejos posible de vuestro lado.
–¿Os marchasteis para no hacernos daño? –preguntó el monarca con curiosidad.
–Mi misión es proteger a las personas que amo, no atacarlas.
El monarca le creyó porque efectivamente Broquel siempre fue su mejor escudo humano. Comprendía que una extensa guerra podía desquiciar a cualquiera. Aun así, la obligación de un rey era efectuar el castigo de ejecución como ejemplo para el pueblo de respeto a la autoridad. Un rey jamás debía permitir que nadie atentara contra él, bajo ningún concepto.
–Os recuerdo que pusisteis vuestra espada en mi garganta –le echó en cara el monarca–. La sentencia será llevada a cabo inmediatamente.
Broquel recordó las palabras de su madre y aceptó su destino, hasta el final. Ya solo le quedaba la esperanza de reunirse con sus padres y abrazar a su hermano Colin. El rey salió del calabozo.
La plaza del pueblo estaba preparada y los ciudadanos esperaban aglomerados para presenciar el acto de ejecución. Algunas personas gritaban justicia y otras proclamaban compasión. Angélica lloraba desesperada intentando soltarse de las manos de los guardias.
–¡No, por favor, que alguien detenga esta injusticia! Por favor. –gritaba ella.
El rey estaba sentado en el trono exterior junto a la reina. Broquel escuchaba a la multitud y también escuchó la lejana voz de su querida Angélica, pero no podía verla; una capucha negra le cubría el rostro. El verdugo esperaba la orden del rey. Faltaban escasos segundos para que Broquel Wildman desapareciera de este mundo para siempre.
–¿Estáis seguro de lo que vais a hacer? –le preguntó la reina al rey.
Broquel había sido el guerrero predilecto del rey. El monarca siempre lo respetó por la osadía que él siempre poseía en la batalla y esa mañana, además, sentía una admiración especial hacia él. Broquel estaba aceptando su propia muerte con la misma valentía que había quitado la vida a otros, y con una serenidad realmente misteriosa y envidiable. El rey pensó que quitarle la vida, más que una muestra de respeto hacia la ley, sería un delito imperdonable. Él seguía necesitando a Broquel y el pueblo también.
–¡Detened la ejecución! –ordenó el rey.
El silencio se hizo presente en la plaza. Angélica se quedó paralizada.
–¿Qué ha dicho su Majestad, que iniciemos la ejecución? –preguntó el verdugo a su compañero.
–Sí, creo que ha dicho eso.
Entonces el ejecutor levantó su robusta hacha y cogió impulso, al mismo tiempo que Angélica dio su grito más potente. El rey se levantó con su mano derecha alzada y elevó su voz ronca.
–¡Alto!
El compañero del verdugo reaccionó en milésimas de segundo y desvió la velocidad del arma afilada contra el suelo de madera, donde terminó clavada. La plaza estaba alborotada y Angélica no se movió hasta que vio a Broquel sin capucha.
–¡Mi vida! –salió corriendo hacia él, desprendiéndose de los guardias.
El rey dejó para el día siguiente las explicaciones que el pueblo merecía por aquella inesperada interrupción. Esa misma mañana ordenó la libertad del caballero y le concedió dos semanas de ausencia para que pudiera descansar junto a su nueva familia.
Broquel y Angélica volvieron juntos al refugio. Ella cogió al pequeño Wildman y se lo entregó a su padre. Él lo agarró entre sus brazos y se sintió abrumado al observarlo. Nunca antes se había sentido tan feliz. El pequeño miró extrañado a su desconocido padre, pero con una mirada inocente y dulce. Luego extendió sus bracitos hacia Angélica y ella lo volvió a coger.
–Le puse el nombre de vuestro hermano, tal como deseabais. Vuestro hijo se llama Colin.
–Colin Wildman. –dijo Broquel, sonriendo a su hijo, mientras sus ojos verdes se cubrían de lágrimas, y luego miró a Angélica–. Os amo con todo mi corazón. Espero que podáis perdonarme algún día.
–No volváis a decir eso. –le contestó ella–. Sabéis que os quiero más que a mi propia vida. Colin os necesita y ahora solo debéis pensar en manteneos fuerte.
Entonces Broquel se dirigió al árbol más próximo, arrancó la rama más fina que vio y después se acercó a Angélica.
–Deseo con todas mis fuerzas que seáis mi esposa. Angélica, ¿queréis casaros conmigo? –le pidió matrimonio mientras enredaba la ramita en el dedo de ella.
Angélica le respondió con un sí quiero. Y Colin, aun en brazos de su madre, miró a ambos sonriendo.
Dos semanas después Broquel Wildman fue requerido en el palacio real para hacer acto de presencia. El caballero, vestido con su armadura, que brillaba tanto como la plata, se arrodilló frente al monarca y bajó la cabeza. La enorme sala estaba lista para el nuevo acontecimiento. Allí dentro también se hallaba la reina, su compañeros de combate, su hijo Colin Wildman y legalmente su esposa Angélica. El rey inició la proclamación.
–Solo un corazón herido puede luchar en la guerra con valentía y solo un corazón en paz puede dirigir a su tropa con sabiduría. Vos tenéis ambos corazones en vuestro pecho y ya estáis preparados para servir a vuestra patria tanto en la batalla como en el consejo. Por ello, en este momento yo os nombro primer consejero de la corte. –declaró el rey con orgullo, posando el filo de su espada en cada hombro del caballero, como exigía la tradición. Los asistentes aplaudían contentos, mientras Broquel se mantenía en la misma posición de respeto. Su esposa lo miraba enamorada y el pequeño Colin empezó a caminar sus primeros pasos hacia él.
–Vuestro hijo os necesita –dijo el rey–. Podéis levantaos.
Broquel miró a su hijo y le encantó verlo caminar. Se emocionó al sentir que sus primeros pasos iban dirigidos hacia él y lo alzó orgulloso entre sus brazos. Agarró a Angélica de la mano y juntos caminaron por el pasillo del palacio real, ovacionados con pétalos de rosas y palabras de apoyo. Al salir de palacio, él miró al cielo con una extraña mezcla de nostalgia y felicidad. A continuación los tres montaron en un carruaje, dirección a su antiguo hogar, donde él nació y creció feliz junto a sus padres y su hermano Colin. Cuando llegaron, allí todo permanecía igual; quemado y destruido.
–Éste será nuestro hogar –le dijo a Angélica–. Construiremos una nueva vivienda aquí y un establo allí, y sembraremos la huerta en toda esa parte.
Ella sonrió y posó su cabeza sobre el hombro de él. Luego buscó con la mirada a su hijo y se dirigió rápido hacia él.
–¡No, Colin, no cojas nada del suelo! ¡Tira eso!
El pequeño había encontrado algo detrás de la leñera; el único espacio que no fue reducido a cenizas por los zurgalíes.
–¿Qué es eso?. –dijo Broquel, acercándose a su hijo.
El pequeño sostenía en sus diminutas manos una bonita pieza de madera tallada, con forma de dos manos agarradas y una inscripción que decía: "Hermanos eternamente". Broquel cogió la pieza, la observó detenidamente. Su barbilla temblaba. Su hermano Colin había pasado varios días sentado en la leñera, tallando ese trozo de madera con dedicación y esfuerzo para regalárselo a él el día de su 14 cumpleaños. En ese momento Broquel recordaba la imagen de su hermano, resistiendo los azotes del viento, y las palabras que pronunció poco antes de morir: "¡Está bien, tú ganas! ¡Y ven rápido, tengo un regalo para ti por tu cumpleaños!".
–Él no se escaqueaba de sus tareas ni jugaba con un simple trozo de madera. Él estaba tallando esto para mí. –dijo a punto de llorar.
–¿Quién? ¿A quién os referís? –le preguntó Angélica mirando esa pequeña pieza de arte.
–Mi hermano Colin. Él siempre fue el mejor hermano que cualquier persona desearía tener. Él me protegía continuamente, y yo no pude protegerlo a él.
Ya no pudo aguantar más las lágrimas, se agachó a la altura de su hijo y lo abrazó con ternura.
Dos años más tarde, el hogar de la nueva familia Wildman estaba completamente reconstruido. Angélica metía la masa de pan en el horno de leña y Broquel sonreía mirando a su pequeño Colin, que le entregaba a su hermanita menor esa especial pieza de madera tallada que decía: "Hermanos eternamente".
Brígida García Ríos