top of page

LA RESPUESTA

Todos los niños sonreían, inquietos por irse a jugar al patio. Mayores y pequeños estaban contentos de compartir otro año de festejo, especialmente Carlos que acababa de cumplir siete años. Aunque su dicha desapareció cuando escuchó, de nuevo, la famosa pregunta. 

              –Carlitos, ¿tú qué quieres de mayor? –le preguntó su tío Anselmo.

              Todos esperaban la respuesta del muchacho. Carlos estaba pensando.

              –¿No quieres decírmelo? 

             –No es eso tío Ánsel. Es que todavía no sé qué quiero ser de mayor. ¿Qué querías ser tú de mayor cuando eras pequeño? -invirtió Carlos la pregunta.

               En la actualidad, su tío era carpintero.

              –¡Uff! Primero quise ser veterinario, luego futbolista, después piloto de aeronave… ¡Yo quería ser muchas cosas! –se rió.

              –¡Venga Carlos, vamos a jugar! –interrumpió uno de sus amigos.  

              –Comed un poco de tarta primero. –dijo la madre de Carlos mientras la partía en porciones.

              Al día siguiente, en el desayuno, el pequeño reflexionó, con cierto disgusto, que poco importaba lo que quería ser de mayor si al final acabaría siendo otra cosa distinta, como su tío. Pero no convencido, le preguntó también a su madre.

              –Bailarina. –afirmó ella mientras le untaba las tostadas.

              Carlos la miró triste, porque ella no era bailarina.

              Elena lo acompañó al colegio, como hacía cada mañana y en la salida del recreo, el pequeño también cuestionó a su profesor de matemáticas.

           –Campeón del mundo de ajedrez. ¡Menudos tiempos aquellos! Me pasaba horas jugando. –recordó con nostalgia–. Pero ya ves chaval, he acabado siendo tu maestro.

              El pequeño no podía creer lo que escuchaba.

          Por la tarde corrió hacia su padre, que acababa de llegar a casa, e hizo el mismo ritual. Él era chef de cocina en un conocido restaurante de su ciudad.

              –Me hubiese gustado ser competidor de rally. –le respondió.

              Esa tarde de viernes, Carlos se sintió completamente decepcionado y se encerró en su habitación.

              –¡Mierda! –gritaba el pequeño–. ¡Esto es una mierda!

              –¿Por qué gritas, qué te ocurre? –entró Elena en su dormitorio, preocupada.

           –¡Este ordenador no funciona! ¡He pasado tres tardes arreglándolo y no funciona! ¡Nunca voy a saber arreglarlo! ¡Lo odio! ¡Lo odio, porque es una mierda!

           –¡Carlos, controla ese vocabulario! –le reprendió su madre–. Anda, ven conmigo, que voy a prepararte tu bocadillo preferido. –intentó calmarlo.

             El pequeño se había sentido frustrado, pero no se rindió. Al día siguiente se dirigió a una bonita casa que colindaba a la suya, donde vivía su abuelito Bernal. Cabizbajo y con los hombros caídos, volvió a formular el incómodo interrogante. Bernal estuvo en su cumpleaños y entendió su preocupación.

              –Antes, quiero que escuches una pequeña historia.

              Él siempre disfrutaba escuchando a su abuelo.        

            –Cuando yo era pequeño conocí a un hombre que siempre recordaré por su nombre. Todos le llamábamos señor Eduardo. Él era abogado, comerciaba con viviendas y vehículos, era contable de su propio gabinete, vendía artículos antiguos y era esposo y padre. No memorizo cuantas cosas más, pero sí recuerdo que sobre todos sus empleos él era un gran profesional del mal humor. Y con esto, Carlitos, quiero decir que no es bueno codiciar demasiadas cosas a la vez y mucho menos pretender hacerlas todas perfectas, porque crea el mal humor y eso uno de los peores defectos.

             –Ya, mi papá también dice eso. Dice que la codicia hace malos a los buenos.  ¿Y de qué conocías al señor Eduardo?

             –Ese señor era mi padre; tu bisabuelo.

             Carlos lo miró sorprendido.

             –En mi cuarto había miles de juguetes. Pero mi corazón siempre estaba lleno de tristeza.

             –¿Por qué estabas triste abuelo?

      –Porque yo era un niño y necesitaba a mi padre, no a su dinero. Porque necesitaba un abrazo suyo, no su rechazo. Porque necesitaba su sonrisa, no su permanente enfado.

             Carlos se sintió triste también y Bernal se dispuso, finalmente, a responder a su pregunta.

            –Yo tenía 8 años, cuando él falleció, y fue justo ese mismo día cuando supe lo que quería ser de pequeño, de mayor y siempre. 

             –¿Y qué querías ser? –el pequeño esperaba impaciente.

             –Yo quería ser feliz.

             Carlos se quedó mudo al instante. 

             –Pero abuelito, ser feliz no es una profesión.

             –Sí, ya lo creo que lo es. La principal y más importante –le contestó.

             –¿En qué escuela te enseñan eso? ¿Te pagan por ser feliz? –preguntó intrigado.

             Bernal no pudo evitar reír a carcajada.

            –Existen clases donde te enseñan a ser feliz, pero sobre todo se aprende compartiendo con personas humildes que aman a las personas más que al dinero. Y no, no te pagan exactamente por ser feliz tú. Te pagan por hacer feliz a los demás.

             –¡Pero a mi padre le pagan por ser cocinero, no por hacer feliz a nadie! 

           –Tu padre es cocinero y le pagan porque hace feliz a los demás con sus comidas deliciosas. ¿Crees que su jefe le pagaría por hacer pucheros asquerosamente salados que no se comerían ni las ratas, o por hacer un sabroso arroz que se va a comer solo él?

             –¡No creo! –se rió Carlos.

            –Mira, la cuestión no es saber si vas a ser astronauta o barrendero, ilustrador o ingeniero. Eso ya te lo dirá el tiempo. La pregunta es; seas lo que seas y hagas lo que hagas, ¿tú deseas ser feliz y hacer feliz a los demás? 

           Carlos ceñía las cejas. Estaba muy bien todo eso de la felicidad, pero pensaba que igualmente tendría que elegir un empleo para vivir.

             –¡Sí, pero yo tengo que elegir una profesión real, abuelo! ¡Y tengo que elegirla ya!

            –Eres muy joven aún. No tienes que elegir ninguna profesión, porque ella te elegirá a ti, si no te ha elegido ya.

             –¡Estás loco, abuelo! –se reía a carcajadas–. A ver, ¿cómo me va a elegir una profesión a mí? –lo retó el pequeño.

           –Contéstame a una cosa. De todas las cosas que haces en tu día a día, ¿qué es lo que más te gusta hacer? ¿Qué te hace más feliz de todo? ¡Lo que más, eh! –le advirtió.

          –¡Buáh! ¡Arreglar el ordenador viejo de mi papá! –afirmó sin pensarlo–. Bueno, y también romperlo, porque así puedo volver a arreglarlo. Aunque ayer me enfadé un poco cuando no conseguí arreglarlo. –confesó.

             –Ahá. ¿Y cuántas horas pasas con ese ordenador?

             –¡Buff! Pues imagínate, hasta que mi mamá me regaña para que haga los deberes o para que vaya a cenar.

             –¿Y por qué pasas tanto tiempo con ese cacharro? No lo entiendo. –dijo Bernal haciéndose el ignorante.

         –¡Porque no puedo evitarlo, abuelo! Es que no sabes lo guay que es el ordenador por dentro. Tiene piezas súper pequeñitas, ¿sabes?, y pueden hacer que el ordenador funcione haciendo cosas geniales. ¡Es increíble! Y yo sueño que sé hacer cosas todavía mejores, y que fabrico una máquina con brazos, piernas, cabeza y todo eso, ya sabes, ¡un robot! Un robot que piensa y todo eso, y que lucha contra los malos.

          Carlos se entusiasmaba hablando de las tecnologías y estaba claro que esa profesión ya lo había elegido a él. Una especialidad solo elige a personas que se apasionen por ella, porque es la clave para hacerla evolucionar. 

            –Entonces, creo que la tecnología ya te ha elegido.  

            –¿De verdad crees que de mayor seré un genio de la robótica, abuelo? –le preguntó emocionado.

            –Sí, estoy seguro. Pero solo si en el futuro te sigue haciendo feliz.

            –¿Y por qué no me iba a hacer feliz, si ahora sí me hace feliz?

            –Ayer no te hizo feliz, ¿cierto? Te pusiste de mal humor, me has dicho.

            –Sí, es verdad. –confesó Carlos.

           –Mira, a mí me encantaba jugar al futbol y decidí que de mayor quería ser un gran futbolista. Pero en lugar de disfrutar jugando como un niño, me exigí a mí mismo hacerlo tan bien como un adulto profesional. Y eso es literalmente imposible, pues todo requiere mucha práctica y tiempo. Cuando me salía mal la jugada, que eran muchas veces, yo me recriminaba, una y otra vez, y de esa manera llegué a odiar lo que antes amaba.

             –Claro, igual me pasó a mí ayer por la tarde. Odié al ordenador.

           –Si realmente te gustan las tecnologías, es necesario que practiques muchos años y que disfrutes equivocándote un millón de veces. ¿Has oído? Que seas feliz equivocándote hasta un millón de veces. Porque cada error nuevo que cometas equivale a un punto más para llegar a convertirte en el mejor especialista, de toda España quizás.

             –¿Toda España...? ¡Ufff...! –sonreía Carlos.

             –Una nueva equivocación = un nuevo punto a tu favor. Y cuantos más puntos acumules, mejor profesional serás. ¿Entendido?

             –Sí abuelo. –respondió feliz.

             –Y ahora, ¿vamos a comer? Tu madre nos estará esperando.

             –Sí, vamos. –dijo el pequeño, hambriento.

            Juntos salieron de casa, cogidos de la mano, y se dirigían hacia el restaurante donde trabajaba el padre de Carlos. Todos los sábados comían allí con Elena. Pero el chico era un niño muy curioso.

             –Abuelo. ¿Por qué al final has sido maestro? ¿De pequeño ya sabías que de mayor querías ser maestro?

             –Qué cotilla eres, ¿no?. –le dijo Bernal bromeando y alborotando su cabello.

             –Un poco –se rió él.

          –Después de odiar el futbol, nunca más me pregunté qué quería ser de mayor. Solo deseaba ser feliz y la asignatura de historia sencillamente me hacía feliz, igual que a ti el ordenador.

             –¡A mí no me mola esa asignatura! –hizo ascos con la boca.

            –A mí me fascinaba conocer acontecimientos pasados y cada etapa la imaginaba como si viviera en yo esa época, ¡como si viajara en el tiempo a mundos llenos de aventuras! Como si estuviera dentro de una permanente pantalla de cine y fuese yo el protagonista. Yo era rey, mendigo, político, rebelde, aviador, detective y mil personajes más. Luego me licencié y después descubrí que quería ser profesor de historia.

             –¿Después de licenciarte? No entiendo por qué no antes.

             –Supongo que fue cuando tuve los conocimientos y la titulación necesaria para poder serlo. Antes no tenía eso.

             Carlos pensó que llevaba razón.

            –Y también porque sentí un profundo deseo de enseñar a otras personas todo lo que yo había aprendido y hacer que disfrutaran tanto como yo había disfrutado. –añadió su abuelo.

              –¿Cómo iban a disfrutar, si esas clases son un rollo, abuelo?

           –Te puedo asegurar que mis alumnos se divertían, porque en mi clase no era yo el protagonista ni tampoco la asignatura. Los protagonistas eran…

              –¡Tus alumnos! –exclamó rápido su nieto.

            –Exacto. Muy listo Carlitos –sonrió Bernal–. Yo les preguntaba qué personaje deseaban ser. Ellos leían el tema y convertíamos el aula en una especie de teatro. Recuerdo el típico gracioso de la clase que siempre nos hacía reír añadiendo humor a su personaje. Y me acuerdo también de una chica que nos hizo llorar cuando lloró ella; luego se disculpó, avergonzada, diciendo que le había cogido tanto cariño a su personaje que no pudo evitar emocionarse cuando le tocó morir. Algunos de esos alumnos hoy en día son buenos profesores, y otros encontraron, en la historia, su vocación de actores.

              Llegaron al restaurante y abrieron la puerta. Elena les esperaba sentada y la mesa ya estaba puesta.

            –¡Mamá! –voceaba Carlos mientras brincaba hacia ella–. ¡De mayor voy a ser ingeniero robótico! ¿Sabes por qué?

            Elena se quedó sorprendida. Intuyó que su padre Bernal tenía bastante que ver con esa repentina felicidad de su hijo. Los demás comensales se giraron al escuchar las palabras del pequeño. Todos esperaban atentos su respuesta.

          –Porque ya no me voy a cabrear cuando no sepa arreglar el ordenador. A partir de ahora voy a ser muy feliz equivocándome hasta un millón de veces. ¿Sabes por qué, mamá? Porque cuantos más errores nuevos acumule, más puntos conseguiré para ser el mejor ingeniero de España.

             Su padre lo escuchó desde la cocina y salió a darle un abrazo. 

             –¿Abuelo? –lo llamó Carlos emocionado.

             –Dime. –contestó Bernal, sentado ya en la mesa.

             –¿Y si me equivoco dos millones de veces, qué ocurrirá?

             Toda la sala se divertía con el pequeño.  Bernal se rió.

             –Pues, que probablemente serás el mejor ingeniero del mundo. 

               

Brígida García Ríos

bottom of page