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La Tierra

Alma y Mente eran dos seres celestiales que llevaban varios meses vagando por el espacio esperando la respuesta de Dios.   

 

    Tiempo atrás, de forma independiente, ambas habían elegido el planeta Tierra para habitarlo, y las dos ya lo habían solicitado al máximo poder divino. Ya solo les quedaba esperar a que sus peticiones fueran aceptadas, o no.

    El gran acontecimiento llegó una tarde, donde ambas fueron requeridas para presentarse ante su Creador. Una vez situadas frente a él, Alma y Mente se sorprendieron al verse, no porque se conocieran, sino porque era la primera vez que asistían a un ingreso de destino junto a otro ser.

 

    –Antes de conceder vuestras peticiones de destino, seréis informadas de las características del lugar que habéis elegido y de las condiciones que requiere ingresar en él, ¿de acuerdo? –pronunció Dios.

    Ellas volvieron a mirarse, y asintieron. Dios continuó hablando.

    –Siempre habéis sido seres individuales, y siempre lo seréis, pero ésta vez no podréis permanecer en la Tierra de manera independiente como lo habéis hecho hasta ahora en otros espacios del universo. Debéis saber que una de las particularidades de éste planeta es que la sociedad, la convivencia y la unión son requisitos necesarios para sobrevivir. Habéis sido llamadas, las dos, porque será imprescindible que vayáis unidas. Si decidís ir, seréis engendradas en un mismo cuerpo terrenal y dependeréis la una de la otra para tomar decisiones y, además, dependeréis de otros seres humanos y circunstancias externas, lo que conlleva perder gran parte de vuestra libertad.

    En principio, ninguna veía inconvenientes en ir juntas, aunque Alma sintió y Mente pensó que sería la primera vez que su libertad quedaría condicionada.

    –Otro punto a tener en cuenta –añadió Dios– es que, aunque anteriormente os habéis establecido en otros lugares del universo durante siglos y milenios, este no será el caso. Solo podréis permanecer en la Tierra un máximo de cien años, y os aseguro que a veces se os hará largo –recalcó–. Y una última cosa. Sé que siempre habéis tenido la plena libertad de elegir quedaros en destino o volver al espacio en cualquier momento, pero esta vez solo podréis quedaros mientras vuestro cuerpo humano se mantenga vivo y solo podréis regresar cuando él muera. Eso es todo. Ahora podéis tomaros unos minutos para reafirmar vuestra decisión antes de proceder al ingreso.

    Mente se quedó pensativa y Alma, en cambio, no pensaba y se dejó llevar por su habitual impulso.

 

    –¡No tenemos nada que reflexionar, no perdamos más tiempo, bastante he esperado ya! ¡Deseo ingresar inmediatamente!

    Y, por primera vez, Mente se dejó llevar por la impaciente Alma y respondió también rápidamente de forma afirmativa.

    –Sí, yo también quiero ir al planeta Tierra.

    Era la noche de los múltiples nacimientos y Dios les dio a elegir el bebé donde se hallarían los próximos tiempos. Mente eligió a Víctor, ya que pensó que parecía sano, y Alma también lo eligió, pues sintió que era un pequeño ser precioso.

 

    El Creador comprobó que les había sido fácil ponerse de acuerdo, y finalizó la aprobación de sus respectivos ingresos, situando a Mente en el cerebro de la criatura y a Alma en su corazón.  

 

    –Y yo os declaro unidas en matrimonio terrenal hasta que la muerte os separe. –determinó el Creador.

    ¡Buaalá! ¡Y el milagro se hizo! Aunque quizás Dios no les advirtió lo suficiente respecto a los inconvenientes de vivir allí; las primeras frustraciones surgieron sobre todo por el pequeño cuerpo donde se hallaban internas.

    –¡Me encanta ese pastel y no entiendo por qué esta mujer no quiere darme más! –repetía la caprichosa Alma, haciendo patalear al niño de enfado.

    –No es una mujer cualquiera; es la mamá que nos está cuidando, y ha dicho que tanto azúcar puede dañar nuestra salud ¿no la has escuchado? –contestó Mente, intentando calmarla.

    Alma no escuchaba a su mamá ni a Mente ni a nadie, solo quería disfrutar de todos los placeres que poseía la Tierra.

    Y así creció el pequeño Víctor, en continuo conflicto interior; entre su alma y su mente, con incesantes estados de enfado al no lograr la plena libertad de hacer lo que quisiera, y en constantes estados de felicidad al descubrir todo lo bello de ese planeta. 

 

    Cuando Víctor cumplió la mayoría de edad, Alma se sintió especialmente liberada. Estaba encantada de estar en ese cuerpo adulto que, por fin, ya podría hacer lo que le diera la gana.

   –¡Wouuuuuu! ¡Ha sido increíble viajar en esta belleza de moto! –decía mientras frenaba bruscamente–. ¡Ya estaba harta de tantas prohibiciones! ¡Sentir el viento en mi cuerpo me ha dado una sensación de libertad impresionante! ¡Necesito más velocidad!

    –¡Hey, hey! Nada de correr tanto –le riñó Mente–. ¡No puedes hacer lo que quieras con este cuerpo porque también es mi cuerpo! Si Víctor muere yo dejaré de aprender de este lugar y tú dejarás de disfrutar de él. No quiero que muera. No quiero regresar al espacio.

 

    A Alma le daba igual lo que opinara su compañera y el mundo. Solo deseaba acelerar.

    –Allá voy… –dijo feliz.

    –En todo caso será: allá vamos, ¿no? ¡Somos dos y no quiero que corras tanto! ¿O mi decisión no existe para ti?

    Pues no, Mente nunca había tenido ningún poder de decisión sobre su compañera de destino. Alma solo pensaba en buscar objetos, humanos, lugares y situaciones que le ofrecieran las máximas sensaciones a través de los cinco sentidos de Víctor, y lo único que le importaba era ella, sus deseos, su egoísmo y su impaciencia. Y la moto empezó a sonar, repetidas veces, con un rugido ensordecedor e intimidante, y salió disparada, con la rueda delantera elevada, mostrando una espectacular y hermosa estampa de película.

    –¡Woouuuu…!  –gritaba eufórica de felicidad.

 

    –¡Alma, por Dios, para! ¡Si no lo haces por mí, hazlo por Dios; que te ha dado la oportunidad de estar aquí! ¡Por favor, reduce la velocidad!

 

    Era natural que el accidente terminara por concluir y Víctor pasó cuatro meses entre el hospital y la casa. No fue grave; solo siete huesos rotos.

    –¡Qué asco me da la fragilidad de los seres humanos! ¿El planeta Tierra es una mierda! ¡Estoy harta de estar aquí encerrada, sin salir, sin divertirme, sin disfrutar! No entiendo por qué elegí la Tierra. ¡Quiero morir ya! –dijo enfadada, y a continuación lamentó su proceder–. Correr tanto ha sido mi castigo. 

    Por fin, después de veinticuatro años en la Tierra, Alma comenzó a darse cuenta de las consecuencias de los excesos, y Mente intuyó que su compañera por fin estaría algo más receptiva para escuchar.

 

    –Alma, si realmente deseas seguir disfrutando de la tierra es vital que tengas un poco de calma. Es importante que cuides el cuerpo de Víctor; nuestro cuerpo. Si de verdad quieres continuar aquí, será necesario que empieces a confiar en mí. Tenemos que permanecer unidas. Ahora somos dos dentro un mismo equipo. Dependemos la una de la otra, ¿recuerdas?

    No fue nada fácil. No. Pero, a partir de dicho accidente, Alma se esforzó en aceptar de vez en cuando las decisiones de Mente y las condiciones de la tierra, y comenzó a ser menos egoísta, impaciente y caprichosa.

 

    El alma no piensa. La mente no siente. La primera no tiene la cualidad de la razón. La segunda no tiene la virtud de la locura. Dos seres completamente distintos; esa es la gran diferencia, y ese es el gran reto; la convivencia. Pero, precisamente por eso, pueden llegar a ser el equipo imperfectamente perfecto. Porque la mente, con su sabiduría, puede lograr que el alma disfrute de su felicidad de forma menos peligrosa. Y porque el alma, con sus deseos, puede conseguir que la mente se enriquezca de aventuras maravillosas.

    El cuerpo de Víctor se convirtió en el preciado vehículo humano que Alma y Mente habían elegido. Y, porque ambas lo valoraban, durante sesenta y dos años más, juntas lo amaron y lo cuidaron hasta el día de su muerte natural. Y regresaron al espacio satisfechas de su paso por la Tierra, prometiéndose una a la otra que en un futuro cercano volverían a coincidir para solicitar de nuevo ese espectacular Planeta, tan lleno de cosas por descubrir y disfrutar. 

 

Brígida García Ríos

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