LA PINZA
No era carnaval ni tampoco era una fecha especial. Sencillamente, yo me sentía feliz disfrazando a mis pelos y ellos se divertían con su nuevo look.
–¡No puedes ir por la vida haciendo el ridículo de esa manera! ¡Nadie te querrá con esos pelos! –me dijo una de las pinzas que normalmente recogían mi cabello–. Yo me quedaré enganchada a ellos para darles una forma decente y así tú podrás ser una mujer correcta.
Reflexioné que llevaba razón, así que dejé de hacer locuras con mis pelos y volví a ser una persona correcta. Pero un día, sin más, la pinza me abandonó. De repente, desapareció.
–¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer ahora? ¡Nadie me va a querer con estos pelos! –pensé disgustada.
Me quedé toda la mañana encerrada en casa sin salir, y por la tarde me sorprendió un regimiento de pinzas, que aparecieron de la nada.
–No importa que se haya ido tu pinza, porque nos tienes a nosotras. No queremos que estés con esos pelos y por eso hemos venido, para que te los recojas.
–De acuerdo, gracias. –acepté aliviada.
Cogí rápido las pinzas, mi dirigí al cuarto de baño, me miré al espejo y me dispuse a poner orden en mi cabeza, para volver a ser una mujer formal.
–¡Noo! ¡Espera, espera, por favor no lo hagas! –gritaron mis pelos.
–¿Qué pasa? –me asusté.
–Tenemos que confesarte algo. Tu pinza no se ha ido para siempre. Nosotros estábamos hartos de tanta rectitud y solo la hemos invitado a que pasara el día fuera. Hacía mucho tiempo que no nos divertíamos y necesitábamos sentirnos libres, al menos por un día. ¡Por favor deja que seamos felices hoy!
Yo me quedé pensando.
–¿Es que no te divierte vernos así de locos y revoltosos? –me preguntaron mis pelos.
Entonces los observé durante unos segundos.
–¡Estáis realmente ridículos! –y reí, como hacía años que no me reía.
–¡Wouu! ¡Lo hemos conseguido! –exclamaron mis pelos.
–¿Qué? ¿Qué habéis conseguido? –pregunté con curiosidad.
–¡Que volvieras a reírte de ti misma, como en los viejos tiempos! ¿Ya no recuerdas lo feliz que eras?
Realmente lo había olvidado, pero en ese momento comencé a recordar la felicidad que sentía cuando jugaba con mis hermanos y con mis amigos a reírnos de nosotros mismos, y entonces empecé a echar muchísimo de menos aquellos maravillosos momentos.
–Sí, lo recuerdo, y me apetece volver a hacer pequeñas travesuras. –sonreí, volviendo a disfrazar a mis pelos.
–¡Oye! –dijo una de las pinzas que aparecieron de la nada–. ¿Y qué pasa con nosotras?
–¡No te preocupes! –la interrumpí–. De verdad, os agradezco que hayáis venido para ayudarme, pero podéis marcharos. Mi pinza volverá y con una ya tengo suficiente. ¡Good bye! –las despedí con alegría.
A partir de entonces, seguí viendo necesario que mi pinza estuviera a mi lado, tan necesario como que se marchara de vez en cuando. Porque ser una persona sensata y formal me parecía importante, tan importante como ser alocada y feliz.
Brígida García Ríos